Decía Albert Einstein algo así como que "el universo de cada persona se reducía a su entendimiento". E Immanuel Kant en sus críticas de la razón pura y la razón práctica, establecía un idealismo que identificada a Dios con el infinito; la realidad, la razón práctica, bajaba esta perspectiva al campo de lo finito, el entorno inmediato.
El dilema entre finito e infinito guarda el misterio de lo insoldable. Dios como criatura adornada de omnipotencia, omnisciencia, etcétera, etcétera, es una criatura del infinito: casi se identifica con él. Pero nosotros, nuestra inteligencia, nuestro entendimiento, se circunscribe a lo finito: el hombre como las demás criaturas y todo lo que nos rodea habita en la órbita de lo finito.
Las grandes religiones se refieren un Dios inconmensurable, todopoderoso, que habita en un cielo tan infinito como él mismo, pero el hombre ha concebido también otros dioses más hogareños, es más, los ha identificado con otras fuerzas de la naturaleza: los bosques, los manantiales, los cruces de caminos, etcétera. Los mitos antiguos celtas, o las religiones animistas, entre otras presentan multitud de ejemplos. Pues bien, yo también tengo mi dios, mi "pequeño" dios, todos tenemos nuestros pequeños dioses, más humanos tal vez, más comprensibles para nuestra inteligencia. El caso más extremo es el dios de Spinoza, en el que toda la naturaleza llega a identificarse con dios. No obstante, siendo este dios tan grandioso, no llega a alcanzar la magnitud infinita del Dios de religiones tan extendidas como el Islamismo o el Cristianismo. El dios de Spinoza, grande sí, pero no tanto como aquellos. Mas, mi "pequeño" dios es más familiar, es el que domina en mi entorno: son los seres alados que con su canto me alegran la mañana, el estallido de la flor que ha brotado con las primeras briznas del amanecer, el aroma de la multitud de flores que brotan y renacen en la inaugurada primavera: sí, debe de haber un cielo, pero el mío está aquí a mi alrededor en esos momentos, y todo ello me lo da, es, mi "pequeño" dios.
Finito e infinito aquí se encuentran: el formidable Dios inmenso, abstracto de la religión, y mi "pequeño" dios, familiar, finito, pero que delicadamente me acoge en su seno, que se identifica con mi propio yo, un placentero alivio que calma y sacia todos mis anhelos, el presente perpetuo que no aspira a más, y soy feliz aquí: ¡Mi "pequeño" dios!